Durante una época me dio por soñar que un terremoto, una tormenta solar, un tsunami o un fin del mundo abstracto, hacía temblar la ciudad mientras me encontraba recogiendo a mis hijos del colegio. Todas las madres se llevaban rápidamente a los suyos y los metían en sus coches para salir de allí. Todas menos yo, que no conducía. Me quedaba en la puerta del colegio sola, con mis hijos llorando y reprochándome que no pudiera salvarles la vida. Tiene huevos. A lo largo de mi existencia he soñado que volaba, que Michael Jackson me preparaba unas lentejas o que moría y resucitaba en una tarde, y cuando de verdad necesito imaginación en un sueño, me da por ser realista. Este tema está casi solucionado: sólo hace falta que me aprueben el carnet, pero ya sé conducir. Vale que no tengo coche, pero en un caso extremo siempre puedo robar uno (nota mental: aprender a hacer un puente) Así que estoy capacitada para salvar a esos hijos que no tengo de una catástrofe que no está sucediendo. Viva la especulación.
Me encuentro otro problema para criar a mis hijos inexistentes: la compra. Odio este momento. Cuando las clientas me observan en el mercado siempre creo que estoy pidiendo mal; mal la mercancía, mal las cantidades, mal la entonación de los alimentos, mal. Si compro mandarinas, me parece estar escuchando a mis espaldas “¿a quién se le ocurre pedir mandarinas?, ¡si todo el mundo sabe que no es época de mandarinas!”. Entonces tartamudeo en cada frase, lo que no agiliza precisamente las compras e impacienta todavía más a las clientas. Estas señoras se pasan la mañana contándoles su vida a los tenderos, ¿qué más les dará que dude un minuto antes de pedir unas pechugas de pollo? (¿será época de pechugas de pollo?)
Tampoco retengo los precios, y como quiero hacerlo todo muy rápido para volver a Twitter cuanto antes, soy capaz de pagar lo que me digan sin haberlo calculado: “un kilo de tomates, dos lechugas y un plátano son trescientos euros”. “Bien, cóbrese”. Y a mí no se me puede decir eso de “¿qué más te pongo?”, porque tiendo a seguir añadiendo alimentos por miedo a decepcionar al frutero. Pero cuando sigue insistiendo tras haberme vendido fruta y verdura como para alimentar a todo mi distrito, me dan ganas de increparle: “¿Cómo que qué más? ¿Es que eres insaciable? ¿Tengo que pedirte un órgano para que dejes de preguntar? Venga, pues ponme un riñón y acabemos con esto”.
A veces, para fingir seguridad y evitar que las señoras se nos cuelen, nos lanzamos a pedir cantidades que hemos oído pero que no sabemos cuánto son: “ponme cuatrocientos gramos de jamón de york”. Observas horrorizado al charcutero mientras sigue cortando, porque sabes que nunca te dará tiempo a comerte todo ese jamón, pero ya no puedes echarte atrás por dignidad.
Y cuando mi hijo hipotético esté a punto de perder un botón, me acercaré corriendo a cámara lenta gritando “noooooooo” en plano cenital, para evitar que se desprenda del todo, simplemente, porque ¡tampoco sé coser!
Gran parte de mi generación sabe perfectamente cómo descargar una serie, qué es un hashtag o qué hay que hacer para abrir un blog, pero por alguna razón hemos sido incapaces de incorporar al día a día las tareas domésticas que dominaban nuestras madres. No sé si tiene que ver con la resistencia a convertirnos en adultos, con el infantilismo que conservamos algunos o con un cambio de rumbo en nuestros intereses, que quizá implique un avance y no un atraso.
No tengo respuestas, sólo preguntas… Y cientos de lonchas de jamón de York en la nevera.
B.A