He estado leyendo bastantes revistas femeninas últimamente para aprender a ser yo misma, porque por lo visto esto es muy importante y existen hordas de especialistas que saben cómo conseguirlo. Es curioso, pero para ser una misma hay que gastar mucho dinero, quién lo habría dicho. Y la conclusión que extraigo de los reportajes de belleza es que mi vida será un fracaso absoluto si mis pestañas no alcanzan la longitud ideal y mi cabello no está lo suficientemente hidratado. ¿Quién me va a querer con la melena castigada? NADIE.
También he visto anunciada en televisión una económica y confortable faja reductora que cubre desde las axilas hasta los tobillos. Esto sí que es una faja reductora como Dios manda, porque no solo reduce volumen, también reduce el riego sanguíneo, reduce la capacidad respiratoria y reduce la esperanza de vida. Muy recomendable. Ya que luchamos tanto contra la edad, deberíamos tener claro que lo único antiedad que existe es la muerte. Que oye, igual hasta nos compensa.
Aun sabiendo esto, hoy me he dejado seducir por los cantos de sirena de las dependientas de El Corte inglés, que me han hecho ver sutilmente que necesito crema para el contorno de ojos. Pero la cosa no queda ahí, amigas, por lo visto además necesito un corrector de ojeras. Entonces yo me compro el corrector de ojeras porque soy muy obediente. Y ya que estoy, me compro también un maquillaje muy natural, tan natural, que me recomiendan que le añada unos polvos para dar un poco de color. Pero claro, lo suyo es aplicar una base mate para que el maquillaje luzca mejor y los polvos luzcan mejor y finalmente yo luzca mejor. Aunque la misión no ha terminado; necesito el colorete, por supuesto, ¿dónde voy sin colorete? ¿QUÉ PRETENDO? Las cremas reafirmantes y revitalizantes acaban también en mi abarrotada bolsa, todas muy contentas con tanta compañía.
Y uno de los regalos es un serum, que no sé qué coño es, ni si va antes, después o durante la crema revitalizante, la del contorno de ojos, la base de maquillaje, el maquillaje, los polvos y el colorete. Llevo tantas capas puestas que estoy a punto de olvidar quién hay debajo… ¿Quién habrá debajo? Ah, sí: YO MISMA.
Al aplicarme todos los remedios cosméticos empiezo a sentirme, inevitablemente, muy imbécil. Imbécil, sí, pero TURGENTE.
El riesgo de perder la medida y convertir nuestro aspecto en el centro de nuestras vidas existe y lo sabemos todas, aunque esto no evita que el miedo al juicio, la necesidad desesperada de aceptación y la inercia psicológica y social, nos sigan empujando hacia abismo de la obsesión estética. Y hay momentos en los que entramos en una especie de hipnosis que dispara nuestra voluntad lejos de lo esencial (cada una sabrá qué es lo esencial) para dedicarla a encontrar un sujetador de relleno que aumenta un par de tallas.
Nos entregamos peligrosamente a pasar las horas inmersas en una tarea que, tarde o temprano, acabará debilitándonos.
Sin embargo, dedicarse al cuidado del cuerpo sigue siendo unos de los consejos más utilizados cuando decae nuestro ánimo. Siempre habrá alguien cerca que te recomiende que te vayas de compras o pases por la peluquería para alegrarte el día. Bueno, pues a mí lo único que me alegra cuando estoy en la peluquería es saber que en algún momento saldré de ella (en el mejor de los casos).
Y me pregunto qué se le recomienda a un tío de mediana edad que se encuentra desanimado: “señor de cincuenta años, ¿por qué no se compra usted unos calzoncillos que le aprieten bien el paquete o se va a la peluquería con un amigo a que le abrasen el cuero cabelludo?”
Si estás “deprimida” y te vas al Prado a ver a Velázquez, al Bosco o a Caravaggio (no es obligatorio que sean justamente estos), tienes más posibilidades de volver con otro estado de ánimo que si te vas a comprar una faja porque alguien te ha convencido de que estás gorda. Y esto es solo un ejemplo; hay muchas vías para salir del bucle de la apariencia y para ampliar nuestro conocimiento o nuestra sensibilidad, en vez de seguir empeñadas en ampliar solamente nuestro fondo de armario.
Pero el mundo no funciona así; nadie nos animará a dedicarnos a cosas más interesantes que no impliquen mantener la piel tersa y el vientre plano. Eso no vende. Nadie nos animará a buscar la armonía en lo que aprendemos, lo que reflexionamos, lo que creamos, lo que leemos o lo que viajamos. No, lo que nos cuentan es que la vanidad no es un defecto sino una virtud.
Si todo esto es sinónimo de ser una misma, yo casi prefiero ser otra; a ser posible, una más capaz de volcar sus esfuerzos en cultivar su mente. Una más capaz de acercarse a las posibilidades de felicidad que se le presentan y que a menudo no ve, porque sus ojos están clavados en el espejo más próximo.
Y ahora me dispongo a aplicarme una mascarilla facial. Si llega el fin de la esclavitud estética, al menos que me pille hidratada.
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