Me gustaría ver Segovia un sábado
por la noche, cuando acaba el botellón y las parejas de dieciséis años se
agarran en las plazas; las botas altas y los brazos alrededor del cuello; el
barullo desatado en la calle y los bares. Los momentos compartidos que yo solo
viví en la gran ciudad, con la memoria anudada a la nostalgia de pueblo como en
un fular de terciopelo. También extraño verla en verano, con el cielo
alfombrado de palomas y el sol rodando cuesta abajo a la hora de cenar en un
truco de magia al que acabarás entregándote.
Segovia es una fortuna, y cada uno
de sus instantes una victoria. Yo vivo en Madrid, pero a veces entre clases
paso la noche allí, y es entonces cuando envío fotos a mis amigos, cenando a los pies de la
Plaza Mayor una noche de otoño cualquiera. Ellos se llevan las manos a la
cabeza, lastimosos, mientras se acuclillan sollozando: “el cochinillo, el cordero, y el ponche… ¡Y los judiones!”. Tardan
después varias horas en actualizar su WhatsApp,
tantas que alguna vez pensé que iba a tener compañía, pues los imaginaba ya
descamisados corriendo a por el AVE.
Segovia es envidia y capricho de tantos, y
no solo por sus manjares. Una ciudad vieja, tierra de bardos ahora sembrada de
estudiantes sin carpeta, a donde hice yo mi primer viaje con B, paseando de la
mano primero bajo el sol y después en una noche que era quedarse en septiembre
para siempre. “Los cobardes, sabes, no
escriben libros ni se llevan a las mujeres de verdad”, le decía yo entonces
con certeza de estrella de rock y más pelo que nunca. Ahora camino por Segovia
hasta que me sumerjo en la oscuridad y me voy a dormir en sus noches sin
aspavientos, a veces tan frías que apenas se aprecia lo coqueto y lo Ralph
Lauren del desembarco IE. Siempre es invierno, aunque sea primavera, y la luz es
una última mirada terminando en un cielo de hormigón salvaje.
En mis noches de Segovia mañana
siempre hay clase y la luna nunca es la de agosto, pero qué desnudo y limpio
amanece cada día y qué suave es la noche cuando ya se ha desperezado. Me siento con P
a la mesa de José María, una botella de Pago, y a veces otra, y el
convencimiento de que allí en Madrid todo son prisas entre gente más pendiente
de aparentar ser feliz que de serlo. Acaso allí seamos lo que decidimos ser,
pero aquí somos lo que somos.
Pasa el tiempo y pasamos nosotros, y ya casi todo es pasado. Al final no se
extrañan las ciudades grandes ni la magia de los momentos estelares, que
siempre vuelven, sino el suave calor de los amigos y el recuerdo que seremos.
Son esas cosas las que no se olvidan. Es en esas noches suaves cuando los
sueños quedan tan cerca que nadie desea despertar lejos.
Pedro Letai