Páginas

lunes, febrero 24

Suave es tu noche



Me gustaría ver Segovia un sábado por la noche, cuando acaba el botellón y las parejas de dieciséis años se agarran en las plazas; las botas altas y los brazos alrededor del cuello; el barullo desatado en la calle y los bares. Los momentos compartidos que yo solo viví en la gran ciudad, con la memoria anudada a la nostalgia de pueblo como en un fular de terciopelo. También extraño verla en verano, con el cielo alfombrado de palomas y el sol rodando cuesta abajo a la hora de cenar en un truco de magia al que acabarás entregándote.

Segovia es una fortuna, y cada uno de sus instantes una victoria. Yo vivo en Madrid, pero a veces entre clases paso la noche allí, y es entonces cuando envío fotos a mis amigos, cenando a los pies de la Plaza Mayor una noche de otoño cualquiera. Ellos se llevan las manos a la cabeza, lastimosos, mientras se acuclillan sollozando: “el cochinillo, el cordero, y el ponche… ¡Y los judiones!”. Tardan después varias horas en actualizar su WhatsApp, tantas que alguna vez pensé que iba a tener compañía, pues los imaginaba ya descamisados corriendo a por el AVE.

Segovia es envidia y capricho de tantos, y no solo por sus manjares. Una ciudad vieja, tierra de bardos ahora sembrada de estudiantes sin carpeta, a donde hice yo mi primer viaje con B, paseando de la mano primero bajo el sol y después en una noche que era quedarse en septiembre para siempre. “Los cobardes, sabes, no escriben libros ni se llevan a las mujeres de verdad”, le decía yo entonces con certeza de estrella de rock y más pelo que nunca. Ahora camino por Segovia hasta que me sumerjo en la oscuridad y me voy a dormir en sus noches sin aspavientos, a veces tan frías que apenas se aprecia lo coqueto y lo Ralph Lauren del desembarco IE. Siempre es invierno, aunque sea primavera, y la luz es una última mirada terminando en un cielo de hormigón salvaje.

En mis noches de Segovia mañana siempre hay clase y la luna nunca es la de agosto, pero qué desnudo y limpio amanece cada día y qué suave es la noche cuando ya se ha desperezado. Me siento con P a la mesa de José María, una botella de Pago, y a veces otra, y el convencimiento de que allí en Madrid todo son prisas entre gente más pendiente de aparentar ser feliz que de serlo. Acaso allí seamos lo que decidimos ser, pero aquí somos lo que somos.

Pasa el tiempo y pasamos nosotros, y ya casi todo es pasado. Al final no se extrañan las ciudades grandes ni la magia de los momentos estelares, que siempre vuelven, sino el suave calor de los amigos y el recuerdo que seremos. Son esas cosas las que no se olvidan. Es en esas noches suaves cuando los sueños quedan tan cerca que nadie desea despertar lejos.



Pedro Letai